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Cómo el anime conquistó Latinoamérica: el fenómeno cultural de ‘Candy Candy’ a ‘Demon Slayer’

Por Gonzalo Jiménez, CNN en Español

En Latinoamérica se ha llorado con “Candy Candy” y “Marco”, se ha reído con Chispita y Chito en “Meteoro” y se han pasado noches en vela con las aventuras de Goku en “Dragon Ball Z”. El anime, que es como se llama a la animación hecha en Japón, ha sido crucial en la formación sentimental de varias generaciones de latinoamericanos.

El éxito reciente en la taquilla del anime “Demon Slayer: Infinity Castle” —que se convirtió este fin de semana en la película extranjera que más dinero ha recaudado en EE.UU.— confirma esta tendencia. Luego de Japón, Corea del Sur y Estados Unidos, el país donde “Demon Slayer” ha generado más ingresos es México, con US$ 17,6 millones, según Box Office Mojo.

“En México, Gokú es Dios”, dice Luis Carlos Díaz, periodista venezolano, activista de derechos humanos y fundador en 2018 de La Cátedra Pop, una iniciativa para divulgar cómics, películas y series de TV de culto. La cuenta de Díaz en X, que cuenta con 534.000 seguidores, se identifica como Luis Carlos One Piece, en alusión a “One Piece”, considerado el manga o cómic más vendido de la historia, con 523,2 millones de copias vendidas según el sitio web GameRant, e inspiró 14 largometrajes anime y una serie con actores en Netflix.

“El fenómeno del anime en Latinoamérica tiene dos capas. La primera apunta a la industria de la televisión, que, desde mediados de la década de 1960, vio al anime como un contenido baratado para llenar horas de programación”, explica Díaz.

Esta es la primera era dorada del anime en el continente, con series de dibujos animados como “Astroboy” (1963), “Kimba, el león blanco” (1965), “Meteoro” (1967), “Fantasmagórico” (1967), “La princesa caballero” (1967), “El hombre par” (1967) y “Marino y la patrulla oceánica” (1968), entre muchos otros.

“Fenómenos como el de la película ‘Demon Slayer’ tienen 50 años de historia detrás. La segunda capa que explica el éxito del anime es la magia del doblaje. Casi la totalidad de las series animadas japonesas que vimos de pequeños eran dobladas al español en México, salvo excepciones relevantes como la de ‘Candy Candy’, hecha en Argentina. Por eso el anime arraigó en Latinoamérica: el doblaje hizo que sus historias se sientieran tuyas y naturales”, agrega Díaz.

El politólogo Joaquín Ortega, quien imparte la cátedra de distopías políticas en la Escuela de Estudios Políticos de la Universidad Central de Venezuela y autor de “La cultura del milenio” (2015) y “El gran vallenato” (2023), entre otros libros, sostiene que el éxito del anime en América Latina radica en su capacidad para conectar con audiencias locales mediante narrativas universales y adaptabilidad cultural.

“El ‘soft power’ japonés proyecta valores aspiracionales y tecnológicos, diferenciándose de los dibujos occidentales y apelando a países como Venezuela y Perú, pioneros en adopción tecnológica, en especial en la reparación de teléfonos celulares en los años de la década de 1990”, dice Ortega.

El arribo de series animadas de Japón se mantuvo constante en las décadas siguientes, con fenómenos como “Mazinger Z” (1972), “Heidi” (1974), “Marco” (1976), “Candy Candy” (1976), “Los caballeros del Zodíaco” (1986) y “Dragon Ball” (1986), entre otros.

“Usualmente el anime se apoya en el manga (cómics) y en el merchandising, lo que permite que la industria japonesa de animación se mantenga por distintas vías de ingreso. Hay un viejo chiste que dice que Studio Ghibli —creador de películas como “My Neighbour Totoro” y “Spirited Away”— quebraba cada vez que estrenaba una película”, explica Díaz.

Ortega cita el libro “Culturas híbridas” (1990), del antropólogo argentino Néstor García Canclini, que describe cómo el anime forjó en Latinoamérica comunidades otaku (personas obsesionadas con la cultura japonesa, especialmente el manga, el anime y los videojuegos), unidas por rituales como ver “Los caballeros del Zodíaco” en grupo o crear contenido fan.

“El autor Robert McKee, conocido por sus seminarios sobre ‘storytelling’ en la Universidad del Sur de California, elogió en sus ponencias los arcos emocionales del anime, como el crecimiento de Goku o el sacrificio de Tanjiro en ‘Demon Slayer’, que generan empatía universal”, añadió Ortega.

Así, la variedad de temas abordados en el anime también ayudó a que calara en las audiencias de habla hispana. “En Japón no entienden por qué a los latinos nos gusta tanto el anime. Y la industria de la animación japonesa se ha dado cuenta de que no debe rematar su producto en Latinoamérica”, dice Díaz.

Occidente emerge como el margen de ganancia que permite recuperar la inversión de una película o serie televisiva. “Se nota en ‘Demon Slayer: Infinity Castle’”, precisa.

Díaz cuenta la anécdota del furor en Chile por “Dragon Ball” en los años 90, o en El Salvador, “donde se llegaron a proyectar episodios de esta serie en pantallas gigantes en una plaza”. Ortega agrega que las audiencias, especialmente femeninas, llegaron a ver historias, como la de “Candy Candy” como reflejos de su perseverancia.

El arraigo del anime en América Latina surcó todos las “asimetrías del mercado”, según Díaz. En la década de los 1990 y el 2000, los latinos se enteraban por revistas importadas de episodios de sus series de anime favoritas que todavía no emitía la televisión local. Luego acudían a los foros de Internet para descubrir nuevos títulos. “En los años 90, la venta de DVD piratas multiplicó la audiencia en Latinoamérica. Los fans latinos pasaron de ser generalistas a especializados, pues era posible acceder a todos los productos en los márgenes de la red de distribución”, explica Díaz. Es la era del anime de culto.

Ortega agrega que la teoría de las tribus urbanas, esbozadas por el antropólogo García Canclini, explica cómo los otakus, al intercambiar cintas de DVD en los años 90 o al hacer cosplay en la Caracas Comic-Con, por ejemplo, transforman el consumo en creación activa, más allá de carnavales o Halloween.

“Hoy, ‘Demon Slayer’ brilla en Crunchyroll, la plataforma de streaming especializada en anime, con fans latinos creando memes y TikToks, perpetuando un ciclo transgeneracional de adopción cultural, donde la búsqueda de orígenes mantiene viva la ‘cultura de las comiquitas’”, dice Ortega.

Netflix reveló en julio de 2025 que 50 % de las cuentas de la plataforma ven anime. El éxito del cine animado japonés ha despertado la producción de dibujos animados de Corea del Sur y, especialmente de China, que está invirtiendo millones de dólares en sus propias películas y series. Ya hay un híbrido: la serie anime “To Be Hero X”, coproducción chino-japonesa, sobre un mundo en el que si la gente cree que alguien tiene un superpoder, esa persona adquiere esa habilidad.

Visto esto, ¿es la hora en la que el anime es finalmente mainstream en Latinoamérica?

Luis Carlos Díaz no lo cree así. “El anime no arropa a todos los jóvenes. Hay mucha variedad de ofertas de contenido. Lo que sí he visto es el poder del anime: una vez daba una charla sobre anime en la sede de Cecodap —una organización social venezolana que trabaja en la promoción y defensa de los derechos humanos de los niños y adolescentes— y fueron 80 jóvenes, cuando usualmente iban 20 niños a charlas de otros temas. Y uno de ellos me contó que una serie anime le permitía sentir y describir lo que le costaba explicar a su mamá”, dijo.

Quizás esa es la clave de la conexión entre los jóvenes y el anime: sus temas e historias son tan variados, épicos y emocionantes, que resulta fácil identificarse y encontrar un refugio en ellas.

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