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“Todo quedó borrado”: las voces de los sobrevivientes de la tragedia de Armero y la advertencia que persiste 40 años después

Por Sebastián Jiménez Valencia, CNN en Español

“Armero es ese manchón gris que se ve allá”, le dijeron a Diana Jiménez, entonces de 10 años, tras sobrevivir a lo que coloquialmente se conoce como una avalancha por erupción volcánica, el más mortífero deslizamiento de ese tipo del que se tenga registro en el mundo. Era 1985 y Armero, un pujante municipio de actividad rural en el centro de Colombia, había desaparecido arrasado por lo que los geólogos llaman un lahar: el flujo de hielo derretido, lodo, material piroclástico, tierra, rocas y el agua desbordada de dos ríos y una represa. Un raudal implacable que causó la muerte de alrededor de 25.000 personas.

Diana Jiménez apenas pudo empezar a comprender lo que había ocurrido en su ciudad el día después de la avalancha, cuando observó el poblado desde una finca, en la que su familia se alojó en medio de la incertidumbre por encontrar a sus seres queridos, y al ver imágenes en televisión de la magnitud del desastre. Su mejor amiga era Omaira Sánchez, una niña de 13 años que quedó atrapada entre escombros, bajo el fango mortal, y a quien los socorristas no pudieron sacar: las imágenes de su agonía le dieron la vuelta al mundo y se convirtió en el símbolo desgarrador de la catástrofe de Armero. El día anterior, Diana y Omaira habían ensayado juntas para su clase de danza.

Ahora, 40 años después de uno de los hechos más dolorosos de la historia de Colombia, Diana aún recuerda entre lágrimas sus últimas horas con Omaira y los días de angustia por no saber el paradero de su padre. Todos los miembros de su familia cercana sobrevivieron, pero la huella del desastre aún se nota en su carácter sosegado y voz dulce: es psicóloga, cree de manera firme que los niños en situaciones extremas deben tener un mejor acompañamiento, pero aún le cuesta hablar del episodio, visitar el lugar de las muertes, y conversar con las madres de sus amigas que fallecieron. Le parece cruel e injusto que ellas no hayan sobrevivido. Vive en Armero Guayabal, el poblado vecino donde se reubicó el casco municipal, y ha participado en encuentros conmemorativos recientes, pero por años no les contó a sus amigos de adultez que había sido la mejor amiga de Omaira.

En la tarde del 13 de noviembre había caído ceniza por la actividad del Ruiz: los niños jugaron en la calle, dejando sus huellas, ignorantes del peligro. Los pobladores temían el desbordamiento de los ríos o la represa del Sirpe, pero nadie previó el desastre en forma del flujo asesino de una cordillera que tardó dos horas en llegar —tiempo suficiente para evacuar, si hubieran sabido—: a las 11:35 p.m. el primer pulso del lahar de ese miércoles fatídico surgió del cañón del río Lagunilla tras recibir el aporte pesado de la corriente del río Azufrado y ese gran torrente de lodo lóbrego detuvo la historia de un pueblo para siempre.

A pocos kilómetros del cráter Arenas del Nevado del Ruiz, Leonardo Ortiz, quien vivía —y vive aún— cerca del volcán, sintió como una “olla pitadora cuando le quitan la tapa”: un sonido intenso en la mitad de la noche. Comenzó a oler a azufre y sintió cómo “traqueteaba” el piso. En medio de la oscuridad de la noche, pudo identificar cómo el lahar derrumbó una peña de la montaña.

El hielo del glaciar derretido tras la erupción —que en términos vulcanológicos fue menor— y la nieve del monte se unieron a las aguas de los ríos Lagunilla y Azufrado, y bajaron río abajo, recogiendo todo a su paso, y en el valle donde queda Armero, en la unión de ambos ríos, se desfogaron en un terreno amplio, lleno de quebradas y cultivos de algodón, una tierra fértil en donde los pobladores no sabían qué era un lahar ni tenían ni idea del riesgo que implicaba un volcán que no veían a simple vista. Un total de 90 millones de metros cúbicos de flujo caliente y oscuro se deslizó montaña abajo desde 5.100 metros de altitud sobre el nivel del mar en el Ruiz hasta los 285 metros de Armero en un amplio valle, a una velocidad que alcanzó los 17 metros por segundo, o 61 km por hora, por un tramo total de 104 km. Destrozó casi todo.

Un lahar es como “concreto caliente a toda velocidad”, explica Gloria Patricia Cortés, vulcanóloga del Observatorio Vulcanológico y Sismológico de Manizales y experta en gestión del riesgo volcánico. Si bien lo que muchos se imaginan al hablar de un volcán es lava cayendo, un lahar es más peligroso: “Uno le puede ganar en velocidad a la lava”, explica la experta. La lava destruye, sí, pero es lenta. En cambio, de un lahar el ser humano no puede escapar.

Gerardo Criales, quien entonces tenía 18 años, describe la llegada del lahar como un estruendo atronador, “como si estuviera en la pista de uno de esos aviones grandísimos”. Estaba en la casa con su padre, madre, abuelo y una prima. El flujo los llevó hasta el techo de la vivienda.

Cuando pudieron liberarse del lodo y salir de la casa al amanecer del día siguiente, Gerardo encontró a su madre muerta, atrapada entre cables de energía y un cilindro de 40 libras que la había golpeado la cabeza. Tuvo que evacuar para acompañar a su abuelo herido, pero tenía la disposición recia de volver por ella. Tres meses después regresó al mismo lugar, encontró el cuerpo de su mamá y le dio sepultura en lo que había sido el patio de su casa: él mismo cavó la fosa.

La erupción que ocurrió no se podía pronosticar —si bien la actividad de los meses previos indicaba que podía suceder una emisión piroclástica más significativa— ni mucho menos evitar: es un fenómeno incontrolable. Pero el desastre sí podía evitarse. Una evacuación oportuna, y sobre todo una población con conocimiento de la amenaza, habría podido actuar para evitar miles de muertes y la desaparición de la que era la segunda ciudad más importante del departamento del Tolima en ese momento.

Al día siguiente, el 14 de noviembre, en la claridad cruel de un día lúgubre, los supervivientes le vieron la cara al terror. Leonardo Ortiz, desde su cerro, lo supo en las noticias: “Todo quedó borrado”. Diana Jiménez lo vio en televisión desde la casa de una tía en Guayabal, sin entender del todo qué había pasado, cómo ese fenómeno había matado a tantos de sus amigos del colegio. Gerardo Criales vio la devastación con sus ojos al salir del techo de su casa: Armero había desaparecido.

“Armero es un duelo no resuelto y una añoranza de una tierra sin igual”, dice la geóloga Gloria Patricia Cortés.

La tragedia de Armero fue el punto de partida de un trabajo de años para el monitoreo de volcanes y el desarrollo de conocimiento científico para la gestión del riesgo vulcanológico que ahora lidera el Servicio Geológico Colombiano (SGC). Como en otras ocasiones en ese país, la muerte dio paso al florecimiento de una tenacidad investigativa que hizo de Colombia una nación pionera en el trabajo de observación de volcanes. Tras la tragedia del Ruiz, se formó el VDAP, el Programa de Asistencia para Desastres Volcánicos. Además, el SGC tiene constante intercambio con el Servicio Geológico de Estados Unidos. Es el conocimiento como resultado obligado de una desdicha fatal; el aprendizaje como lección para que no vuelva a ocurrir en ningún otro lugar del mundo.

En Colombia, la amenaza también persiste. Poblaciones como Honda, a unos 50 km de Armero, podrían desaparecer si ocurre otro lahar que baje por el cauce del río Gualí. “Hay que ver y entender las señales”, dice Gerardo Criales, sobreviviente y miembro del grupo de trabajo de memoria y preparación Armero Vive. Para Diana Jiménez, el mensaje es claro: “No podemos seguir cometiendo los mismos errores”. Los geólogos trabajan para evitarlo. “No queremos que se repita ni en Colombia ni en ningún lugar del mundo”, dice Gloria Patricia Cortés.

Si en las zonas que el Ruiz amenaza realizan las acciones preventivas con base en los avisos del SGC, entonces las señales serán atendidas, no habrá errores y no se repetirá la tragedia: ningún otro lugar será un manchón gris de muerte.

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