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Trump dice que guerra contra los cárteles irá ahora por tierra. Para saber qué significa hay que mirar a Siria, Yemen e Irán

Por German Padinger, CNN en Español

“Ya no hay botes en el agua”, dijo el domingo el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, durante las celebraciones por el aniversario de la Armada de su país.

“Ahora tendremos que empezar a buscar en tierra, porque se verán obligados a ir por tierra. Y les aseguro que eso tampoco les va a ir bien”, agregó, apenas dos días después de que se reportara la destrucción de una cuarta embarcación presuntamente cargada de drogas en el Caribe y cerca de las costas de Venezuela, dejando cuatro muertos.

Las palabras de Trump parecen abrir una nueva fase en el despliegue militar de Estados Unidos en el Caribe para lo que constituye –insiste Washington– una misión de combate al narcotráfico, pero que es vista por Venezuela como un intento de cambio de régimen. Para entender lo que puede significar pasar de los ataques en aguas internacionales al bombardeo de blancos en tierra sin llegar a una invasión, puede ser útil poner la mirada en lugares tan lejanos como Siria, Yemen e Irán.

En los últimos años, Estados Unidos lanzó bombardeos en tierra contra varios países de Medio Oriente sin declaración de guerra. Trump fue el responsable de algunos de los más importantes –aunque no de todos, ya que también los hubo con Biden- lo que da una muestra de lo que podría significar tal escalada.

Muchos de esos ataques se realizaron con armamento similar al que hoy día Estados Unidos ha desplegado en el Caribe, y en situaciones de similar tensión política. Por supuesto, la crisis de la Venezuela chavista con Estados Unidos, que lleva ya 25 años, es única y difícil de comparar con lo que ocurre en Medio Oriente. Pero los medios militares se repiten.

Desde el anuncio de la operación del Comando Sur de Estados Unidos, a mediados de agosto, frente a las costas de Venezuela han arribado al menos ocho buques de guerra, entre ellos un buque de asalto anfibio clase Wasp, varios destructores clase Arleigh Burke, un crucero clase Ticonderoga y un submarino clase Los Angeles, además de un grupo de infantería de marina y 10 cazas F-35.

En los mares Mediterráneo, Rojo e Índico también se han desplegado buques de este tipo, especialmente los destructores, armados, entre otros sistemas, con misiles de crucero Tomahawk, y los buques de asalto anfibio, que por su capacidad de desembarcar tropas son centrales para proyectar poder desde el mar.

De hecho, el destructor USS Gravely, actualmente desplegado en el Caribe, viene de participar recientemente de operaciones al este del Mediterráneo. También el USS Iwo Jima, buque de asalto anfibio que está en el centro de esta flota del Comando Sur, ha realizado numerosos despliegues frente a las costas israelíes.

Por otro lado, los F-35, cazabombarderos furtivos de última tecnología capaces de realizar bombardeos de precisión, son viejos conocidos en Medio Oriente: Israel y Estados Unidos operan intensamente la aeronave en esa región.

“No voy a iniciar una guerra”, dijo Trump en su primer discurso tras ganar las elecciones de 2024. “Voy a detener las guerras”, agregó, en lo que ha sido una de sus slogans de campaña más extraños.

En septiembre, durante su discurso ante la Asamblea General de la ONU en Nueva York, Trump retomó el hilo de su campaña y dijo que había “terminado siete guerras imposibles de terminar”.

Tal afirmación no resiste el chequeo, que CNN de todas maneras realizó. Pero muestra cómo Trump se ve así mismo, y como lo ven sus aliados, algunos de los cuales lo han nominado, sin ironía, al Premio Nobel de la Paz.

Después de todo, un viejo adagio en latin, Si vis pacem, para bellum, recomienda prepararse para la guerra si lo que se busca es la paz. Y Trump lo aplicó una y otra vez.

De hecho, el presidente ya ha lanzado ataques a objetivos en tierra dentro del territorio soberano de un país, que muestran un antecedente. Varias veces, y en ambas presidencias.

El primero ocurrió en abril 2017, durante su primera estancia en la Casa Blanca, y el blanco inaugural fue la base aérea de Shayrat, operada por fuerzas leales el Gobierno de Bashar al Assad en Siria, entonces en guerra civil.

Estados Unidos lanzó en ese momento 59 misiles de crucero Tomahawk desde dos destructores clase Arleigh Burke (del mismo tipo que los desplegados ahora en el Caribe) que navegaban en el mar Mediterráneo, dejando “daños materiales extensos”.

Trump ordenó el ataque debido a reportes de que la base Shayrat estaba siendo usada por el Gobierno de Siria para lanzar ataques con armas químicas contra rebeldes, lo que fue negado por Damasco.

Un año después, Estados Unidos volvió a bombardear blancos en Siria, esta vez se trataba –según Washington– de la infraestructrua utilizada para producir armas químicas.

Estados Unidos, sin embargo, no actuó en soledad: Reino Unido y Francia se sumaron al ataque, que incluyó el lanzamiento de 110 misiles contra objetivos del Gobierno de al Assad.

Trump no solo ordenó grandes ataques a la infraestructura militar, sino que también lanzó bombardeos de precisión contra blancos de alto perfil, como el iraní Qasem Soleimani.

Como comandante de la Fuerza Quds, una unidad de élite de la Guardia Revolucionaria de Irán encargada de las operaciones en el extranjero, Soleimani llevaba años en la lista de enemigos de Estados Unidos.

Washington, de hecho, le adjudicaba un rol clave en el manejo y aprovisionamiento de algunas de las más poderosas milicias iraquíes que combatieron la invasión de Estados Unidos en 2003 y la década posterior, y más recientemente lo consideraba una amenaza a sus intereses en la región.

Y en enero de 2020 Trump ordenó lanzar un bombardeo mucho más acotado pero no menos espectacular contra uno de los hombres más poderosos de Medio Oriente. En el ataque con drones contra el aeropuerto de Baghdad, en Iraq, murieron Soleimani y varios de sus allegados, entre ellos un comandante miliciano.

En los primeros meses de su segunda presidencia, Trump retomó la política de ataques de precisión y no tanto: ordenó bombardeos “decisivos” contra los rebeldes hutíes en Yemen, que al menos desde el inicio de la guerra en Gaza han lanzado repetidos ataques contra buques civiles de carga que transitan el mar Rojo.

Fue el inicio de una campaña de bombardeo aéreo con una “fuerza lertal abrumadora”, según Trump, lanzada contra diversos blancos en territorio controlado por los hutíes, un grupo apoyado por Irán que se levantó contra el Gobierno de Yemen en 2014.

Entre los objetivos atacados había espacios de almacenamiento subterraneo, centrales eléctricas, baterías de misiles y centros de comando hutíes, y, de acuerdo con el Ministerio de Salud, controlado por los hutíes, al menos 53 personas murieron.

Los bombardeos en Siria y Yemen, al igual que otros de los ordenados en el mismo período contra los talibanes Afganistán y las milicias apoyadas por Irán en Iraq, tienen algo en común y que se diferencia de Venezuela: en todos esos países EE.UU. era un ya un actor en el conflicto en tierra.

Tropas estadounidenses estaban desplegadas en Siria, en apoyo de grupos rebeldes kurdos, y en Iraq, en apoyo del gobierno, para contrarrestar al ISIS , y aún en ese entonces el país mantenía una fuerte presencia en Afganistán, donde Trump ordenó el lanzamiento de la “Madre de todas las bombas”, el artefacto explosivo no nuclear más poderoso, contra los talibanes en 2017.

Pero aunque EE.UU. también batallaba contra facciones apoyadas por Teherén en varios puntos de Medio Oriente, no estaba en un conflicto abierto con Irán al momento ordenar el ataque a gran escala de su complejo nuclear en junio de este año.

Bombarderos furtivos B-2, haciendo un interminable vuelo desde bases en EE.UU., lanzaron bombas “antibúnkeres” contra instalaciones nucleares iraníes en Fordow, Natanz e Isfahan, en medio de un corto pero destructivo conflicto entre Israel (uno de los aliados más cercanos de EE.UU. y Trump) e Irán que se caracterizó precisamente por el intercambio de ataques con aviones y misiles a larga distancia.

“Un éxito militar espectacular”, dijo Trump tras los ataques, que a su vez llegaron como la culminación de décadas de tensiones entre Washington y Teherán iniciadas desde la Revolución Islámica de 1979 y acentuadas con el lanzamiento del programa nuclear iraní.

El ataque causó serios daños en las instalaciones nucleares iraníes -aunque hasta hoy se debate su verdadero alcance– y derivó en un alto el fuego entre Israel e Irán.

La situación en este rincón de Medio Oriente pareció calmarse tras el bombardeo, pero no hubo cambio de régimen en Irán, y quizás eso también nos de una pista de lo que un ataque a tierra puede hacer. Y lo que no.

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